¡Llegaron los carritos chocones, los caballitos, llegó la estrella! En la orilla de la playa de nuestro puerto lleno de hechos históricos; donde el general Bolívar caminó y oteo su horizonte, se repelieron invasiones de países enemigos, donde además presenciamos guerras civiles y alzamientos militares. Lugar de llegada de enormes navíos como: el Orange Nassau, Cottica, El Paparo, tiempo después navíos de la armada y submarinos así como como el buque oceanográfico Calipso de Jacques-Yves Cousteau y tantos más.
En los años ochenta los ferris Isla de Coche e Isla de Cubagua navegaban entre nuestro puerto, Margarita y La Guaira. Mercado de exportación de productos agrícolas, estación de arribo del teleférico con mineral de azufre desde El Pilar, testigo del paso del tranvía por la avenida Cartagena, iluminados por su faro.
Testigo de los desfiles de carnaval con los “muñecos cabezones”, el cacharrito y las carrozas entre las que recuerdo las de las colonias españolas (nuestro padre Ruperto Arrocha Tavio diseño y las construyo casi todas), la colonia árabe, la italiana. Durante años nuestras reinas como; Catalina Martínez Latuff (1967), Ana Rojas Bertti (1968), Bárbara Toevs (1969), Carmen Ferrer (1972), aparte de saludar desde sus carrozas muy probablemente chocaron con sus cabellos sueltos en aquellos furtivos parques mecánicos.
No se puede olvidar las calles cubiertas de bambalinas que todos los años se recogían y guardaban para el próximo carnaval. Y estaba de moda la melodía “Abajo en la esquina” del grupo Credence Clearwater Revival.
Transformado su litoral con la construcción de la avenida perimetral Rómulo Gallegos, cambio su rostro colonial por una cara moderna. Una plaza para sus carnavales, que se hicieron famosos al pasar de los años con una moderna concha acústica para los principales eventos musicales y culturales. Eventualmente lugar de confrontación de peleas callejeras a puñetazo limpio.
A su lado en una hondonada flanqueada por la desembocadura del rio Candoroso, llamado despectivamente por los carupaneros como “Guatero”, fue el lugar preferido para instalar los circos y las compañías de entretenimiento mecánico. Desplazando por momentos a otras locaciones; el Mangle, el Boquete, el Yunque, Los Molinos. Parques más modestos con tres o cuatro diversiones se ubicaban en Tío Pedro, antes de remodelarse la Plaza Sucre, Macarapana, Playa Grande y otras localidades.
Nuestro litoral, presenció el caminar de ciudadanos a sus tareas diarias en el muelle y la aduana. Siempre había tiempo para las citas de los amantes y los conspiradores. Senda de tristes cortejos fúnebres en los hombros de parroquianos acongojados rumbo a la iglesia Santa Rosa y el cementerio.
Escenario en la desembocadura del rio del primer evento que yo recuerde de “moto cross” con motocicletas de paseo y teniendo como temerario piloto al frente a “metralla”, cuyo nombre de pila no recuerdo.
Las principales diversiones eran; los carros chocones para adultos y para niños, la casa del terror, la estrella, la silla voladora, los tazones, montaña rusa, el carrusel para niños y otros para jóvenes, que aquí llamábamos los caballitos, bellos corceles de madera o plástico que giraban, vivamente coloreados que subían y bajaban con los niños, a veces sostenidos por sus padres que aprovechaban para darse “una colita”.
Y para adultos, existía un “cuadrilátero” que en el centro tenía una mesa llena de botellas de licor en forma de pirámide, en su base ubicaban las botellas más económicas, como “vino pasita” y en la cúspide las bebidas de mayor precio. Se compraba un ticket para unas tres argollas que había que lanzar con puntería y ensartar en el cuello del recipiente para ganarla, algunas tenían atadas con una liga de goma algunos billetes de alta o poca denominación según el lugar de asiento en aquella abigarrada estructura.
Si un menor de edad pretendía adquirir las anillas, el encargado, por lo general un hombre mal encarado, podía decirte algo como, “tú no puedes eres muy carajito”.
Los kioscos de apuestas no faltaban y viejos tahúres se colocaban cerca de las diversiones para hacer de las suyas. En unas mesas con precarios techos y en las noches tenuemente alumbradas, con un dado enorme o una misteriosa tómbola con la que los dueños siempre terminaban ganando, hacían de las suyas, cada número estaba representado por un animal o una figura.
¡Saliooo el tres, el caimáaan!, ¡repitió el seisss, la iglesia! Gritaban tratando de llamar la atención de la gente. Un apostador ganaba y nueve perdían.
La música se expandía con aquellas cornetas cónicas ubicadas estratégicamente en lo alto de los postes y desde la tarde empezaban hasta terminar a media noche. Su presencia estaba garantizada en fechas como diciembre, carnavales, semana santa, vacaciones escolares o fiestas patronales por esos días segurito que estaban presentes.
Como escapado de un circo o quizás había trabajado en alguno, aquel hombre encargado de recoger los boletos, saltaba de un vehículo a otro apoyado sobre las gomas negras que servían para amortiguar los golpes, girando como bailarín y haciendo piruetas, sosteniéndose en el poste por el que se alimentaban de corriente aquellos “veloces” aparatos pintados de los más vistosos colores, llenos de chispas que caen del roce de una antena que contactaba en lo alto una malla electrificada. Todo un maromero entre el trafico chocón.
Cuando el parque iniciaba sus labores, como a eso de las cuatro o cinco de la tarde, la pista estaba siempre desocupada y podía uno pasear plácidamente por toda ella, sin las preocupaciones que causaba el tráfico. Al terminar el “set” y quedar los carros regados por el lugar daba envidia ver al encargado estacionarlos todos con una pericia extraordinaria, de retroceso los colocaba uno pegado al lado del otro esperando nuevos choferes.
Rodábamos entre el olor a gasoil rociado en la pista, el ruido del generador eléctrico. Su humo y el tosco ruido del metal de las ruedas que ocultas por debajo permitían avanzar al aparato. Nos ubicábamos expectantes en el borde de la estructura para saltar sobre el carro más rápido o en el que pudiéramos, peleándonos para “agarrar” uno, en oportunidades no se podía y había que esperar nuevamente que transcurrieran los tres o cinco minutos que se nos hacían interminables y cortísimos para los que conducían buscando a la muchacha bonita, conductora que aterrada giraba en círculos o se pegaba en un borde recibiendo instrucciones y abucheos todo el público incluyendo familiares y amigos.
Nuevamente la acción salvadora del equilibrista, del trapecista de las chispas que mágicamente y de la nada aparecía como “Mandrake el Mago” y la despegaba de aquel lugar, segundos antes que la “chicharra” sonara, indicando que se terminaba el tiempo para esquivar o continuar chocando. Nuevamente la correría, los resbalones y cuando pensabas que ya podías montarte en tu bólido, resulta que el chofer tenía una “catajarria” de tiques, o era familia (con boletos de cortesía) del empleado cobrador, árbitro y domador de enfurecidos usuarios que debía correr al tráiler a pasar la corriente y comenzar nuevamente a contar los minutos del “round”.
Decepcionados después de varios intentos nos retirábamos o retiraban arrastrándonos de la mano, resignados o frustrados a usar la entrada en otro de los aparatos mecánicos. La silla voladora era la consolación de los que no podíamos acceder a los carros chocones. Nuevamente la “matazón” para atrapar la silla pero con menos personas. Girábamos alcanzando al de adelante para luego impulsarlo con las piernas mandándolo por el cielo y escuchando a lo lejos la reprimenda del encargado. La “gigantesca” estrella quedaba relegada para los enamorados o los que gustaban de la suave brisa marina carupanera.
Sobre nuestras cabezas las bambalinas, triángulos alargados extendidos por todo el cielo tapaban las nubes o la luna con sus colores; verdes, rojas, blancas, azules y amarillas, tronaban con el viento entre los gritos de los muchachos y el lento caminar de las parejas esquivando a los traviesos que corrían con sus algodones de azúcar o cotufas en las manos.
Nuestros vendedores de “esnobor” y “raspaos o cepillaos”, atendían como podían a un remolino de apurados clientes que querían seguir divirtiéndose. Entre los sabores favoritos estaban; jovito, coco rosado, coco papelón, frambuesa, limón y tamarindo. El olor de las comidas; parrillas de pollo, empanadas y pinchos que quien sabe de qué carne eran, impregnaban el ambiente entre el humo de tabaco, tragos de ron y algunas cervezas.
Y de los circos ¿a los circos? Esa es otra historia que narrar.
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En oportunidades estas breves y humildes entradas aportan poco o quizás nada, si lo que buscan son fechas, datos o bibliografía. Pero llevan implícita la posibilidad que los lectores plasmen sus aportes y comentarios, bajo sus experiencias de vida y recuerdos, para que “alguien” pueda desarrollarlas con rigurosidad académica, que por cierto, no es mi propósito.
Autor: Moisés Arrocha González
Nota: la caricatura que acompaña estas líneas pertenece a uno de mis hijos Moisés Daniel Arrocha Jiménez.